RESEÑA DE “ESTO TEMÍA, ESTO DESEABA”

POR RAFAEL-JOSÉ DÍAZ



Sin que sepamos cómo, nos vemos de pronto recitando un poema, susurrando luego otro, incluso moviendo los labios sin emitir sonidos, o hablando sin abrirlos, los labios, como si nos dijéramos el poema desde dentro. En cualquier caso, hay un movimiento, pautas de dicción, lazos invisibles entre las palabras escritas y la voz que las pronuncia. No siempre ocurre esto cuando se lee poesía. Hay poemas que preferimos no escuchar; que, incluso, quisiéramos no haber leído o que no hubieran sido escritos nunca. Los de Pablo Fidalgo Lareo, no: pasan por dentro de nosotros y arrastran a su paso mucho derrubio, residuos de otras épocas, vivencias convertidas en costras, tachaduras que una vez fueron intimidad, conversación, entendimiento. Hay en su poesía un imperioso deseo de articulación: nace pronunciada, desgajada como sonido de un silencio que la abrazó durante demasiado tiempo. Su pronunciación es su ser: mientras se habla, mientras se escucha, vivimos en un mundo mejor, no estamos recluidos, evidenciamos nuestra persona y nuestro pacto con la vida, somos libres mientras podamos escucharnos hablar.

No conocía la poesía de Pablo Fidalgo Lareo cuando un día me acerqué a escucharlo a la librería Rafael Alberti, de Madrid: su voz nos convocaba a todos los presentes a una especie de ceremonia quirúrgica. Extirpar y suturar, decía, cortar y coser, lavar y secar, abrir y cerrar, decía. El flujo continuo de sus palabras se entendía como un movimiento de ida y vuelta entre lo insoportable y lo indecible. Asistíamos a una lectura en la que el lector nos ofrecía con primorosa elegancia un material sórdido con el que no sabíamos si debíamos vomitar o regocijarnos. Mis padres: Romeo y Julieta se llamaba el libro que en aquella ocasión se presentaba. De esto hace unos cuatro años.

Ahora Pablo Fidalgo publica un nuevo libro: Esto temía, esto deseaba, también en Pre-Textos. El título, tomado de un verso de Mario Luzi, nos sitúa desde el principio en una encrucijada de difícil resolución. Entre el temor y el deseo, que es casi como decir entre temor y temblor, los poemas se dividen en tres partes –de extensión desigual: de un solo poema la primera y la tercera; de veinte poemas, la segunda– y un epílogo. Podríamos pensar que la primera parte, el poema titulado “Un año sin volver a casa”, constituye una suerte de advertencia, un pórtico: a partir de aquí, se nos dice, nos internamos en un territorio sin nombre, poblado por seres cuyos rastros han ido quedándose marcados en el “exiliado” –o transterrado– que habla; que habla como alguien que encontró en la derrota el secreto para salir adelante, que comunica esto a quienes nunca creyeron en él y que necesita saber que el lugar del que partió sigue estando allí siempre aunque ya apenas signifique para él más que lo significan las demás casas en las que ha vivido: temporadas de vida desdibujadas en un diario. El lector quisiera saber muchas veces quién es este tú al que el poeta se dirige, o quién es cada alguien mencionado, quiénes son los ellos con los que se convive o de los que el poeta parece haberse alejado.

Hay que pensar que esta indeterminación nominativa, esta diseminación de las referencias personales debe leerse muchas veces como una paradójica invocación a los demás, a los otros a quienes no se nombra pero que a los que constantemente se les tiende una palabra, se les plantean preguntas, se les evocan momentos compartidos. Tú puede ser en cada poema un tú distinto. Y, por este mismo motivo, también yo puede ser muchos yoes. Cabe leer cada poema como las firmas trazadas en un libro de registro, sólo que no hay un solo libro de registro, sino muchos: uno por cada habitación, uno por cada ciudad, uno por cada mes, por cada año pasado sin volver a casa.

“Yo soy la prueba de que se debe estar en todo / o no estar”: así comienza el poema “París”, uno de los que conforman la segunda parte del libro, titulada “Mezzogiorno”. Los poemas aluden ahora a ese año fuera de casa, o a muchos años, y se sitúan en Lisboa, en Italia, en París. El movimiento, la dispersión, la “revisión de todo”, son aquí las premisas de un discurso que da cuenta de una serie de aprendizajes hechos en carne propia, sin guías ni orientaciones, sin fases de prácticas y “a pelo”, si se puede decir así. No hay aquí otra posibilidad sino la de lanzarse a experimentar vidas posibles, situaciones inexploradas, convivencias imposibles, amores inútiles. A pie de playa, muchas veces, vemos a una figura al trasluz: lo ha perdido todo pero sonríe, regresa a una habitación en la que guarda unos pocos recuerdos, o eso cree. En una maleta, a medio deshacer, hay unas pocas prendas pasadas de moda. En esta especie de danza en medio del ring de la vida (véase el poema “Rumble in the jungle”, dedicado al célebre combate Ali-Foreman), lo importante es encajar, un golpe tras otro, y reservar en nuestro interior todo lo salvaje, la rabia transformada en ternura, la “caricia” de Ali sobre el rostro de Foreman. La vida es una especie de danza al acecho, pero también un escenario en el que cuenta cómo se entra o cómo se sale de él. Importa la paciencia de que se disponga para sufrir toda la presión: esa imperceptible virtud que pocos valoran, sobre todo si esos pocos forman parte de nuestro pasado.

Si desde el interior de las palabras que Pablo Fidalgo hace circular en sus poemas –incluso literalmente: hay muchos da capo en algunos de sus poemas– surge ese ritmo envolvente que requiere ser proyectado, prolongado en voz, entonado con paciencia y precisión, no es menos cierto que resulta curioso que esas mismas palabras de las que emana una música tan aparente ceremoniosa sean casi siempre vocablos comunes, perfectamente habituales en la conversación natural. Hay algo, pues, de conversación ritualizada, de quebradiza confidencia en estos poemas.

Dichas así, con tal nivel de concreción, quiero decir dichas como si cada palabra volviera a reunirse con su sentido perdido, el efecto es el de un regreso al lugar natal, pero sin ninguna nostalgia, sin arrepentimiento, apenas con la cantidad precisa de vergüenza, el sentimiento que para Pablo Fidalgo resulta más difícil de erradicar. La concreción es aquí, paradójicamente, también inconcreción, pues las palabras se dicen sin que quede acotado en ellas un sentido único: se abren, así pues, a cualquier posibilidad. Consiguen, de una manera poco habitual y que es difícil de describir, una ambigüedad que nos alivia e inquieta a la vez. Las leemos y sabemos que en ellas ocurre algo muy intenso que ellas mismas nos ayudan a esquivar.

La tercera parte del libro, titulada “Historia de amor con una bestia”, el poeta se sumerge en busca de un pasado que emerge transformado en una especie de monstruo bicéfalo. Por un lado, lo que podríamos denominar el pasado efectivo, vinculado, de algún modo, a los pésimos recuerdos de infancia, de juventud, y simbolizado por esa ropa quemada en una habitación de hostal. Por otro lado, lo que quizá podría nombrarse como el pasado ensoñado, constituido por todos esos deseos encapsulados, sueños guardados, fotografías conservadas: imágenes abiertas que permiten dar un paso en dirección al futuro, ofrecerle a la persona amada esa imagen final: “Y es hacia nosotros hacia donde va el mundo”.

Las “marcas” de las que habla el poema incluido a modo de epílogo, “Libro de horas”, forman parte de ese dolor difícil de nombrar, de lo temido y lo deseado: en gran medida podríamos entender que “esto” que se teme y se desea, según el título luziano, es la misma cosa, impronunciable, indicada sólo a través del pronombre, de la opaca neutralidad casi carente de significado. El último poema es una oración sin sujeto, sin dios. Una oración que habla de la herida y de la posibilidad de perdonar para verse libre de una mancha originaria, de una marca inscrita en la piel. Tras tantos viajes, que son en el fondo uno solo, nos encontramos aquí en el borde de lo que puede decirse: con temblor, con temor –pero con insaciable deseo– leemos en alto unas palabras que nos permiten vernos mejor, ver lo que sólo en ciertos márgenes podemos vislumbrar.