SOBRE “VIVIR SIN NADA” EN LA PRESENTACIÓN DE CDMX


POR LUIGI AMARA

Como cartas secretas deslizadas bajo la puerta, pero también como piezas de teatro íntimas en las que el autor recrea un pasado inmediato marcado por la falta y la carencia, los poemas de Vivir sin nada se dirigen siempre a un interlocutor: a un “tú” o a un “vosotros” implícitos, y más tarde, a medida que el poeta se va quedando solo en la habitación de la página, a su propio cuerpo o a sí mismo. A la par que ese tono evocativo se despliega como un monólogo de la inquietud, cada poema dibuja el escenario en que el lector asistirá en cuanto espectador —pero también en cuanto cómplice— a estas remembranzas reflexivas enunciadas como confidencias poéticas en torno a la adicción y los apetitos no saciados.

Hablar de “escenario” o de “teatro íntimo” no es casual, desde luego, a propósito de un autor que también se desempeña como creador escénico; pero es preciso destacar la viveza teatral de sus textos, la escenografía esencial y las situaciones minimalistas —o, más bien, descarnadas— en que la voz de los poemas se va construyendo a jirones, a lo largo de episodios breves de gran intensidad, pero al cabo inconexos, que fijan la atención en detalles elementales dotados de fuerza plástica y lo van anudando en una suerte de hilo narrativo potencialmente infinito que apenas se entreve pero que dota al conjunto de una unidad subterránea y tirante, tan extraña y cierta como la del anhelo.

Si este libro atravesado por la dependencia y la soledad admite la comparación con lo epistolar y, también, con el teatro, se debe a que se desenvuelve como un monólogo existencial en retazos, que se interrumpe y reanuda una y otra vez al hilo de una nueva pregunta sobre la vida y sus precariedades, sobre el ansia y el hambre, sobre la extranjería y la descolocación en el propio cuerpo, sobre el desarraigo ontológico y la nostalgia acaso inconsecuente —pero inacallable— de encontrar una casa adentro de la propia casa:

Me quedé dormido y soñé algo así:
yo había vuelto a casa
y sin embargo os decía
quiero volver a casa,
más adentro en la casa.

Quizá porque sus entonaciones están traspasadas por la vida, por sus deseos y sufrimientos y tensiones, la voz que nos habla en este libro es no sólo creíble, sino estremecedora. La autobiografía tácita no condesciende, sin embargo, a la autoconmisceración ni mucho menos al autoescarnio o al cinismo, sino que procura llegar a la nuez de las situaciones evocadas a partir de la precisión reflexiva y la sugerencia memoriosa, conseguida con pocos trazos y un agudo sentido de lo visual, si bien más en el sentido de la utilería y la tramoya teatral que de la imagen poética tradicional.

Aunque el tono general le da por completo la espalda al estallido y al exabrupto —y también, en el registro más salvaje del espectro, a la provocación y el escarnio—, me atrevería a decir que se inscribe en el linaje de la escritura de Antonin Artaud, autor de culto de quien es fácil decirse continuador en el teatro, pero al que muy pocos se han atrevido a invocar en el espacio más reducido y susurrante de la página. Encuentro en estos poemas la misma voluntad descarnada, la misma determinación a mantener la escritura lo más cerca posible de la vida y sus dasgarraduras psíquicas —es decir, lo más cerca de las fuentes del mito—, como si, más que la destilación o la síntesis, el ideal compositivo fuera aquí el desnudamiento y la revelación. De no ser por el cuidado y aun el trabajo minucioso que se trasluce detrás de cada verso, sospecharía que Pablo se ha propuesto, a la manera de Artaud, antes que un proyecto literario en el sentido que dictan las convenciones al uso (que exigen una distancia cada vez más marcada, de ser posible irónica y autosarcástica, con la materia escrita), desplegar una suerte de “relatoría de la geografía de los nervios”. Proyecto demencial si no es que anacrónico, a contracorriente de los guiños pop de los poetas de su generación, Fidalgo se resiste desde la primera línea a la separación entre arte y vida, a mantener esa distancia que la sociedad obliga establecer ahora entre poesía y experiencia, entre lenguaje y necesidad vital, entre el decoro que se demanda al comparecer en la página y la brutalidad del dolor.

Con todas las salvedades del caso, no sería exagerado afirmar que en este libro se practica una “poesía de la crueldad” en algunos de los sentidos que se desprenden de El teatro y su doble: una poesía entendida al mismo tiempo como cura y mordedura, que busca liberarse de los constreñimientos e inhibiciones de la literatura consabida en pos de una terapéutica espiritual, no desde luego a través del martirio o de la sangre, sino orientada por ese sustrato etimológico que lo vincula con lo crudo y la crudeza, con ese despojamiento al que conlleva el compromiso de “arder en preguntas” y vivir sin nada.

Cuerpo
me preocupa aprender a vivir
sin nada
o con demasiado poco

Cuerpo
¿por qué tengo que fingir que tú
como yo
eres un desconocido
un paria
alguien que nunca tendrá un cuerpo
y además no le importa?

Si he comparado estos poemas con cartas deslizadas bajo la puerta de destinatarios implícitos, no hay que olvidar que, como anota Marina Tsvietáieva, “ni la carta ni el sueño se dan por encargo; se sueña y se escribe no cuando nosotros queremos, sino cuando ellos quieren: la carta ser escrita y el sueño ser soñado”. No se trata, pues, de invenciones deliberadas o de meros artificios de la inteligencia, sino de telegramas necesarios, signados por un fuerte sentido de urgencia, es decir, por un llamado irresistible de concisión y frontalidad.

En contraste con buena parte de la llamada “literatura del yo” contemporánea, que propende al tremendismo o a la ironía, a la desgarradura exhibicionista o a la distancia risueña frente a uno mismo, estos poemas son vasculares y sangrantes a la manera de los ensayos de Montaigne, donde no importa cuándo ni cómo se realice un corte, se advertirá la palpitación que los atraviesa. De modo semejante a aquellos lejanos tanteos introspectivos, aquí el autor también se busca a sí mismo mientras ejecuta su autorretrato, un autorretrato siempre en situación, que rehúye las abstracciones y prefiere las coloraciones tornadizas del recuerdo, asociadas en particular a los momentos de desfase y extrañamiento, como cuando llega en grupo a una ciudad extranjera y se reconoce como forastero, o al quedarse cada vez más solo en el centro de la habitación.

¿Quién dice que un cuerpo unido
tiene más posibilidades de vencer
que uno que no lo está?

Herirse:
una forma de comenzar a hablar
de las heridas.

Construido sobre la disposición espiritual a “no decidir nada” y dejar que las cosas se acomoden o desacomoden solas, arrastradas por la deriva de devenir un paria, el libro explora diversos acercamientos para ser fiel a su impulso también en el orden formal. En contraste con los dos primeros poemas largos del libro —“Agrigento centrale” y “Memoria de otra casa”—, en donde las riendas del discurso parecen más ajustadas y regidas por una voluntad de control, la segunda parte —la que da título al libro— se presenta fracturada y vacilante, a veces en las inmediaciones del balbuceo, como si ya sólo consiguiera avanzar a trompicones, entregada por entero a la intermitencia de los recomienzos y las interrupciones. Es entonces que el afán del poeta de desprenderse de casi todo, la decisión insobornable de internarse en el camino del desaprendizaje, encuentra su flujo más propicio y también más verosímil, como si únicamente a través de lo entrecortado y lo roto, de los vislumbres y las interrogantes sueltas, se pudiera enunciar el proceso de disolución y desasimiento que vive el personaje, cuya conciencia, al comienzo ceñida y lúcida y puntual, empieza a perder el hilo, a deshilacharse y desvariar un poco, hasta que al cabo no le queda más que gritar hacia adentro o contra sí mismo.

Libro peculiar en el panorama de la poesía en español, intenso e íntimo, oscuro pero no hermético, Vivir sin nada se plantea la pregunta sobre lo que significa escribir poesía en la actualidad y se atreve a desmarcarse de los automatismos —y facilismos— de buena parte de la escritura contemporánea, con la intención de indagar, sobre la marcha, la forma poética que se ajuste mejor a ese desprendimiento, a ese soltar las amarras al que se entrega sin contemplaciones, el tono justo que refleje su insólita y desacostumbrada ascesis, el arco de desaprendizaje que lo lleva a reconocer sus necesidades pero, al mismo tiempo, a apartarse de todo, el naufragio por el cual se queda sin interlocutores y ni siquiera objetos a su alrededor, resuelto a vivir, efectivamente, sin nada.

Luigi Amara