PRÓLOGO TRES POEMAS DRAMÁTICOS
EDUARDO PÉREZ-RASILLA
NOSOTROS NACIMOS EN UNA ÉPOCA SIN NOMBRE
La presente edición incluye tres textos dramáticos (poemas, piezas…) escritos por Pablo Fidalgo: O Estado salvaxe. Espanha 1939; Habrás de ir a la guerra que empieza hoy y Solo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y destruirme. En su momento tuve la ocasión -lo fortuna, más bien- de escribir unas palabras sobre el primero de los textos citados, que conoce ya una publicación autónoma y una respetable trayectoria en los escenarios, sin que este término reduzca aquí el espacio de mostración del trabajo a los teatros convencionales.
Sin embargo, parece pertinente agrupar ahora estos tres textos en un volumen. Bien podrían constituir los tres actos de una única obra dramática. La libertad de su escritura se extiende a su forma de composición y al criterio que las vertebra. A la permeabilidad de la frontera entre la poesía y el teatro y a la posibilidad de construir piezas dramáticas independientes que, al mismo tiempo, formen parte de un conjunto escénico. Cabe imaginar su representació como trilogía, incluso como una singular tentativa contemporánea de recuperación de la tragedia griega. Edipo y Antígona reclaman su presencia en estas páginas, pero, por encima de la advocación a los héroes trágicos por excelencia, la trilogía aparece traspasada por la guerra y el exilio, por la memoria (o el olvido) y por la necesidad de reconocimiento, por la complejidad de las relaciones familiares y ciudadanas, por la presencia de la muerte. Los temas de tragedia.
Su lenguaje, lírico, contundente, con frecuencia aforístico, íntimo y coral a la vez, reservado y elocuente a un tiempo, propio de la confidencia pero rico en el uso de figuras retóricas (la anáfora, el paralelismo, la anadiplosis y la epanadiplosis sobre todas ellas) apela, implica o incrimina a un espectador al que la palabra lo obliga a tomar partido. El presente y el pasado se reúnen sobre el escenario como aspectos inseparables de una realidad sangrante, como una herida no restañada, como una memoria encarnada en el cuerpo. “Es como si los vivos nos acercásemos a
los muertos”, se dice en Solo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y destruirme. “La vida de un hombre solo tiene sentido inscrita en el tiempo, /Pensando que hubo otros antes y que habrá otros después”, se asevera
en Habrás de ir a la guerra que empieza hoy. El cuerpo y la memoria. La necesidad de vivir la vida de los demás. Para algunos, el elemento esencial de la tragedia griega sería el reconocimiento, la anagnórisis aristotélica. La identidad destruida por la muerte, por la guerra, por el exilio, por el imposible retorno y el irreparable daño del olvido necesita volver a ocupar un lugar, que insistentemente reclaman las voces que se escuchan a lo largo de estos Tres poemas dramáticos. Se reivindican los nombres entendidos como una forma de dignidad y de reconocimiento por los otros
“Mi nombre es Manuel Lareo Costas” es la frase que abre O Estado salvaxe. Espanha 1939, y constituye una declaración programática para la trilogía entera. Poco más tarde se incide sobre ello: “Te preguntarás por qué volver a lo nombres/ Porque los nombres no admiten mentira ni manipulación”. Y se consignan nombres que salvarán del olvido a quienes los llevan, que servirán de afirmación a quienes los pronuncian, que cargarán de responsabilidad a quienes los portan o que operarán como amenaza para quienes los ven escritos en lugares insólitos. Nombres propios y nombres vicarios. Nombres recordados y olvidados. Nombres firmes y nombres borrosos. Hacerse cargo de un nombre es asumir una responsabilidad desde la que enfrentar la vida. Es un regalo y una condena. “¿Qué hay en un nombre? Es lo que nos preguntamos cuando somo niños al escribir este nombre que se nos ha dicho que es el nuestro”, se interroga James Joyce en Ulises. En Solo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y destruirme escuchamos decir dolorosamente “Cuando tenía nueve años empezaron a reírs de mí/ Y me llamaban con un nombre que no me gustaba/(…)/ Y sigo viviendo como un perseguido/ Como si pudiera volver a pasarme”. Llamar a alguien por un nombre que no es el suyo es equivalente a golpearlo, a recluir su identidad en un lugar vergonzante en el que sea posible humillarlo o destruirlo. Llamar a alguien por un nombre que no es el suyo es el anuncio de su muerte.
La segunda línea de Habrás de ir a la guerra que empieza hoy aparece ocupada por la firma de Giordano Lareo, cuya ausencia, cuyo espacio en blanco, trata de remediar esta pieza. “Mi nombre es Pablo Fidalgo Lareo” se consigna poco después en lo que supone un acto de asunción de la memoria: “Mi nombre es Giordano Lareo Mallo”. El nombre de Giordano se le impuso, claro está, com un homenaje a Giordano Bruno, el pensador, literato y científico quemado por la Inquisición en Roma, en el año 1600, cuya muerte se recuerda en la pieza. El nombre de Giordano supondría la elección del pensamiento libre frente al dogmatismo, la opresión y la tiranía. Aunque esta elección cueste la vida. Comprometido testamento. El nombre de Giordano parece operar como un suerte de extraño oráculo en la vida del personaje.
Brecht había aludido también (otro homenaje) a Giordano Bruno en la escena sexta de La vida de Galileo. Y de Brecht se toma aquí prestada la famosa cita: “Hay hombres que luchan un día y son buenos/Hay hombres que luchan muchos
días y son muy buenos./Pero hay hombres que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles”. Este Brecht aforístico no está muy alejado del estilo empleado en la pieza, que se acoge gustosamente a citas, referencias y préstamos. Alfonsina Storni, Walter Benjamin o el Che Guevara se asoman al discurso puesto en boca de Giordano Lareo. También el verso, no menos aforístico “La historia
de España es la más triste porque siempre acaba mal”, que modifica muy levemente los versos del poema de Jaime Gil de Biedma Apología y petición. “Me llamo Leandro Carlos Madueño (mi sobrenombre es Polo)”, dice el corresponsal que proporcionará a Pablo Fidalgo alguna exigua pero voluntariosa información sobre Giordano Lareo. “Mi nombre es Claudio Manuel dos Santos Fernandes da Silva/Soy hijo de Emilio y Fátima” dice el actor que dará voz a Giordano Lareo. Las diferentes identidades del actor y el Giordan Lareo arrebatado al olvido se encuentran, sin embargo, en su condición de exiliados, en la imposibilidad del retorno. Ya los griegos habían advertido que los nostoi, los regresados, nunca son los mismos cuando vuelven. A Ulises no lo reconocen a su llegada a Ítaca, ni a Orestes cuando vuelve a Micenas. La experiencia del viaje transforma en otro al viajero. Extranjero de sí mismo es Giordano Lareo, como lo es el anónimo -pero inconfundible- sujeto del enunciado en Solo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y destruirme. O como Manuel Lareo Costas, tras regresar a casa tras el fracaso (o al menos la frustración) de su periplo madrileño. “Nosotros nacimos en una época
sin nombre”, se dice en Solo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y destruirme, lo que explica el anonimato de la voz que profiere el texto y la obsesión por lograr un reconocimiento, una dignidad pertinazmente negada. La falta de nombre no es solo un sentimiento personal de desarraigo, es la percepción generacional de un abandono, de un arrumbamiento, que está en la raíz del grito de protesta, del programa político que inspira estas tres piezas también en el origen de esta necesidad de la memoria. Una historia llena de espacios en blanco, como se apunta en Habrás de ir a la guerra que empieza hoy. Pero los espacios en blanco pueden proceder de la falta de información, como les sucedía a los ejemplares historiadores griegos mencionados, y es signo de honradez y rigor intelectual, o de la voluntad de olvidar, que es consecuencia del miedo. Sebald, glosando a Nossack, ha explicado que “El asesinato de la memoria tiene su razón en el miedo de que el amor a Eurídice pudiera convertirse en una pasión por la diosa de la muerte; nada sabe del potencial positivo de la melancolía.” La voluntad de escribir en ese espacio en blanco es melancólica, pero constituye un acto de valentía. Kadaré ponderaba la tragedia griega porque se impuso la misión de extraer de la conciencia del pueblo griego el crimen que supuso la destrucción de Troya.
“Pruébese a eliminar Troya, pruébese a suprimir por tanto al muerto que permanece tendido (…) como en una ceremonia funeraria, y de la literatur griega no quedará ni la mitad”, sentencia tajantemente.
Pablo Fidalgo se ha propuesto dar nombre a esos cadáveres que dejó la guerra, muchos de los cuales permanecen todavía en su apresurado enterramiento en cunetas y otros lugares que niegan la dignidad a quienes esconden: “Nuestra vida no se puede concebir sin esa guerra/ Nunca reparada/Sin los muertos de las cunetas/ Nunca enterrados nunca reconocidos nunca contados”, se dice en O estado salvaxe. Espanha. 1939. O a los muertos civiles del exilio, a quienes ni siquiera sus familiares acogen ni recuerdan. O a quienes vivieron un vergonzante exilio interior cuando no un exilio de sí mismos. O a los jóvenes, a los que las consecuencias de la guerra (no por negadas o menospreciadas son menos evidentes), junto a la codicia y la desidia, han convertido de facto en excluidos sociales, en exiliados o en viajeros erráticos por territorios inciertos. Solo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y destruirme oscila entre el espectáculo y la asamblea, entre la confidencia y la proclama política, entre el recuerdo y la agitación. El coro de la tragedia es ahora un coro de voces jóvenes que reclama a sus mayores un lugar en espacio público y también en el espacio íntimo: “Me educaron cuerpo muertos y mentes moribundas”, se constata amargamente. ”El exilio consiste simplemente en despojarlo a uno de su casa/ Y dejarlo a la intemperie con sus ideas”, se había dicho en Habrás de ir a la guerra que empieza hoy. A la intemperie, como el cadáver de Polinices, o como el cadáver de Rafael Lareo, hermano de Giordano, tío de Manuel y, por tanto, tío del abuelo de Pablo Fidalgo, personaje fundacional de esta trilogía, que podría leerse com palabra que se sustenta sobre su memoria. Su condición de traductor -de artesano de las palabras- y de anarquista -creyente en una utopía laica de libertades-, lo coloca en el lugar del que emana la escritura. Pero la intemperie es también el espacio de Giordano: “El mayor error que puede cometer un exiliado español/ Es pensar que volverá a casa”; “Soy un país desgraciado y una visita fuera de hora” (Habrás de ir a la guerra que empieza hoy), o el de Manuel Lareo: “Por eso me fui refugiando en el cine en la soledad en el azar” (O Estado salvaxe. Espanha 1939), o la voz de Solo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y destruirme: “Y yo quiero mostrarles la destrucción de mi cuerpo imperfecto”. Son herederos de un Edipo lacerado y expulsado, cuerpo maldito a quien nadie quiere, pero a quien finalmente acogen en Colono, porque alguien entiende que la nueva ciudad, la ciudad de la convivencia democrática necesita de la memoria de los transterrados, de los cuerpos vulnerados, de quienes se equivocaron, de quienes no tienen lugar.