VIDA DESNUDA
POR JOSÉ ANTONIO LLERA
Desde La educación física (2010) hasta los libros más recientes, la poesía de Pablo Fidalgo ha transitado por caminos donde lo individual se funde con lo colectivo, donde lo íntimo se revela político y lo político una forma desde donde leer la intimidad. Vivir sin nada presenta algunas novedades formales que comentaré después, pero creo que la visión del mundo no ofrece muchas variaciones. En cualquier caso, me apresuro a decir que la elección de la forma —ahora más despojada y concisa en la parte central— no es arbitraria, sino que matiza los contenidos, como la sombra marca el devenir de un cuerpo o el calor es indicio seguro del fuego.
El libro se organiza en cuatro partes: dos poemas largos iniciales, un poema en prosa final que funciona a modo de exemplum y la sección que da título al conjunto, compuesta por piezas donde predomina el verso de arte menor. Siguiendo los moldes del soliloquio y el desdoblamiento, reconocibles ya en las anteriores entregas de Fidalgo, el sujeto lírico indaga en el pasado con la intención de comprender lo azaroso y la extrañeza del presente. Lejos de producir respuestas concluyentes, las preguntas se presentan como una necesidad, como la encrucijada que permite que se abran nuevos interrogantes para así arrojar algo de luz sobre una identidad en penumbra. No hay manera de acallar la incertidumbre. La memoria no puede rescatar a los que fuimos, tan solo recrearlos, lejos de toda resolución, unidad o síntesis. Puesto que somos falta y carencia, la cita de Blaise Cendrars parece muy oportuna: «Una ausencia te funda/ Una ausencia te recoge». No existe posibilidad de cierre para esa dialéctica infinita en la que ni el yo ni los otros están donde estuvieron ni son los que fueron. El único balance es ese modo de conciencia, esa lucidez: «Dime,/ ¿se acabará esta historia/ cuando creas que me conoces,/ cuando creas que te conozco?// ¿He llegado al trance/ demasiado pronto/ o demasiado solo?».
En la segunda parte, la declaración de arriesgarse a vivir sin nada podría entenderse simplemente como un desafío contra un realismo capitalista (Mark Fisher) que impone la ética de los negocios y nos convierte en consumidores compulsivos: «Aprendamos a vivir sin nada como los parias./ Recojamos cosas de la calle./ Estudiemos dónde están las fuentes,/ dónde corre el agua,/ dónde la ropa se seca antes./ No nos obliguemos a encajar ni a no encajar./ No nos obliguemos a tirarlo todo ni a guardarlo/ y no aceptemos otro no por respuesta». No se trata de una declaración de arte povera, ni tampoco de un dadaísmo a la manera de Kurt Schwitters. Veo en estos versos de Fidalgo una radiografía de nuestros tiempos en los que la precariedad se ha tragado muchas vidas hasta destrozarlas, obligándolas al destierro, alejándolas de un lugar habitable (la casa es símbolo de esa seguridad), siempre a merced de la itinerancia. En el derecho romano, el precarium era un tipo de contrato provisional, en el que el bien arrendado podía ser reclamado por el dueño en cualquier momento, de ahí su naturaleza insegura. La crisis de 2008 marca el fin de la meritocracia para toda una generación, que debe subsistir con contratos temporales y mudando de residencia continuamente, como bien ha analizado Javier López Alós en su Crítica de la razón precaria (2019).
Fidalgo extrae de la extrema necesidad y de la perpetua errancia del exiliado la búsqueda de una verdad alternativa, una virtud que exalta la capacidad imaginativa del deseo y sus resistencias: «No tengamos miedo a los amores que se rompen,/ de las familias que se rompen,/ de los dientes que se rompen./ Debemos ir más allá de los jueces/ y dejar de buscar la grieta». Vivir, entonces, se transforma acaso en «inmanencia de la inmanencia», como quería Deleuze, en potencia y beatitud plena, delineando una concepción de la realidad como algo que no busca significado más allá de sí misma: «Benditos los que se atreven a dar la vuelta/ a mitad de camino».
Cuando le preguntaron a Beckett que por qué empezó a escribir en francés, respondió que para empobrecerse aún más. En la sección central de Vivir sin nada Fidalgo reduce las extensas tiradas en verso libre para dialogar con la lírica popular, especialmente en la tradición italiana del poemetto (Caproni, Saba, Sereni). Lo que revelan estas piezas tan concisas son etopeyas o retratos morales de esa vida precaria antes tematizada, y que ahora comparece bajo las siluetas del cuerpo y la adicción. La brevedad y la falta de puntuación se convierten de este modo en el emblema de ese despojamiento, de esa radical sustracción: «Un adicto lo deja todo/ para perseguir el cuerpo que dios le arroja// Para morderlo/ Para cargarlo/ Para arrastrarlo// Desobediencia y obediencia/ hasta hacerse sangre».
El adicto es el que no tiene otra alternativa que cargar con su daño, ser testigo de su expolio y de la ausencia de una imagen o palabra, como le sucede al subalterno, quien carece de lugar de enunciación: «Siempre oculto/ escondido/ borrado de la foto// ¿Será exactamente esto/ ser alguien de mi tiempo?». Podría pensarse que estamos, en apariencia, ante una ética franciscana o neoestoica, como ejemplifica uno de los célebres emblemas de Alciato: «Omnia mea mecum porto» («Todo lo mío lo llevo conmigo»). Eso es lo que contestó Bías, uno de los siete sabios de Grecia cuando, al ver saqueada su ciudad, huyó sin llevarse ninguno de sus bienes. Sabemos que Diógenes Laercio y Cicerón admiraron su actitud. Pablo Fidalgo, sin embargo, no oculta las condiciones materiales de esa vida en la calle, como el perro que bebe de los charcos, y deja a un lado la epopeya de la búsqueda de lo desconocido en provecho de un tono deliberadamente menor muy historizado: «¿Podré alguna vez/ pagarme una noche/ en un sitio mejor que este?».
La mítica figura del poeta vidente, aquel que se transforma en el gran enfermo, en el gran criminal, en el gran maldito conforme a la carta de Rimbaud a Paul Demeny pierde aquí esa hechura heroica y legendaria. Vivir sin nada hace visible el momento de comienzos del siglo xxi en el que los cuerpos precarios se saben vulnerables y sangran: temporalidad, inestabilidad estructural, cosificación, falta de expectativas, ansiedad, muchos espacios pero ausencia de un lugar. No se trata de una ascética, porque quien renuncia al cuerpo y a su dignidad renuncia a su existencia.